Sismo del 85

 


Es horrible despertarse y que no sea tu mamá quien lo hace, sino un sismo a las 7:19 de la mañana. 


Así ocurrió aquella ocasión. Despertar por el movimiento y por el crujir de las paredes y techo de la humilde vivienda donde viví con una tía, hermana de mi padre. 


Un movimiento que aún 37 años después lo recuerdo con pocas imprecisiones. Una mañana única pues nadie te prepara para un acontecimiento así, donde, al igual que si alguien te apunta con un arma, sabes que lo próximo que ocurrirá será incierto y sólo esperas el final de tu existencia, el momento donde caiga la vivienda y será esa  la sepultura, el final de la corta vida, pues a los 16 años aún falta mucho por experimentar y vivir. 


Fue un jueves 19 de septiembre del año 1985. 


La curiosidad me hizo ir al día siguiente, viernes 20, a mirar los estragos hechos y causados por el sismo. Al salir de la estación del metro, aquellas estaciones que no estaban canceladas pues muchas carecían de servicio debido al sismo, llegaba un olor extraño y curioso, un olor a carne descompuesta, olor dulzón pero desagradable. Y apenas habían pasado treinta y seis horas desde que cientos de personas habían muerto y quedado atrapadas dentro de los escombros. 


Luego de caminar por algunas calles me encontraba por una de las calles de la estación Pino Suárez de la línea 1 del metro, nuevamente comenzó a temblar. Y ahora no estaba yo en casa en compañía de un familiar, sino solo, era ya de noche, y nadie ahí me conocía y yo no conocía a nadie. 


Mi instinto fue ir hacia la mitad de la calle al ver que de ambos lados comenzaban a caer cristales, vidrios, de los altos edificios que, aún dañados, habían quedado en pie. Tras unos momentos que a mi me parecieron largos, acompañados de gritos de terror de la gente que también ahí se encontraba, comenzó a disminuir poco a poco y cada vez más, el mecimiento de la tierra y ya se podía uno sentir que pisaba piso firme. 


De pronto se acerca una señora gritando ¡mi hijo, mi hijo! ¡Ayúdeme a buscar a mi hijo! 


Ya estaba a mi lado una señora pidiéndome ayuda, muy asustada ella. Miré a mi alrededor buscando a un posible niño perdido, de unos cinco a diez años según la señora me dió a entender. 


En eso estaba cuando dice la señora, ¡allá está! Y vi a un señor que se acercaba corriendo hacia la señora. 


Ya no recuerdo sus palabras, pues han pasado ya 37 años, pero creo se abrazaron y se alejaron entre los vidrios rotos y pedazos de cascajo tirados en la calle y olvidándose al instante de un muchacho de 16 años, yo, al que hace apenas unos momentos antes la señora se apoyaba en mí como un instrumento de búsqueda para recuperar a su perdido hijo. 


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Los párrafos anteriores los he escrito porque me encuentro leyendo el libro llamado “8:8. El miedo ante el espejo”, del autor Juan Villoro. 


Autor del que he sabido viendo en YouTube un video que habla sobre entrevistas a diversos autores y mostrando ellos los libros que tienen en su biblioteca. 


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Escrito en la aplicación Notas desde el iPhone 7. 


Lector. Ciudad de México. Martes 9 de agosto del año 2022. 

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